Brujas como moscas
- Luza Ruiz
- 5 feb
- 3 Min. de lectura
—¡Abre la puerta!— gritó mi madre desde el cuarto de baño.
La mañana me sorprendió con la cama llena de invitados, seres inanimados que en la oscuridad cobraban vida para hacer realidad mis fantasías. Ahora debían volver al cajón de los juguetes viejos. Terminado mi ritual matutino, corrí a cumplir con la orden.
—Ya es hora de levantarse, vine por mi desayuno— anunció una voz tras la puerta.
Tomé la manija con pausa, deslicé la puerta lentamente y allí estaba ella: la amiga de mi madre. Morena, de formas exageradas y un cabello negro que brillaba con una luz inquietante. La miel de sus ojos reflejaba a una mujer feliz y, aparentemente, tranquila. Siempre preocupada por nuestra familia, servicial y desinteresada, con una presencia impecable que rozaba lo anormal. Tal vez por eso me generaba desconfianza. A mis nueve años, no podía explicarlo con claridad.
Saludándome efusivamente, me tomó los cachetes y entró sin esperar permiso, sin mi confianza. Su lengua afilada pronto llenó la sala de veneno, desgranando historias del barrio que no me interesaban. Que si la señora de las empanadas era analfabeta y enseñaba a su hijo con una regla en la mano, lista para castigar el error; que si la vecina se veía clandestinamente con don Javier, el hombre más próspero del sector. Su apariencia pulcra contrastaba con la ponzoña que destilaba.
El día apenas comenzaba y el martirio también.
—¿Por qué no vas a jugar un rato?— sugirió mi madre.
Caminé con lentitud, resignada a perderme en mi mundo de sueños. En aquel universo yo era la reina: viajaba por paisajes imposibles, conocía seres increíbles. Pero mi imaginación no pudo protegerme del sueño que me acechó esa tarde. En una habitación blanca, una voz dulce me advirtió: “Cuidado con las brujas, ellas son como moscas. Vuelan a nuestro alrededor para enterarse de todo e influir en nuestras vidas”. Me desperté con el señor Vargas entre los brazos, un perro de peluche que me protegía del mundo real. Y ahí estaba otra vez la frase resonando en mi cabeza: “Cuidado con las moscas...”.
Empecé a observar con atención. Cuando la bruja no estaba, aparecía una mosca asquerosa que revoloteaba en torno a mi padre. La coincidencia me perturbó. Me convertí en espía, fingí afecto por ella, la vigilé en cada visita. Descubrí su cuarto sellado, con puertas y ventanas pintadas de negro. Mi imaginación volaba. Investigé a las moscas: un insecto repulsivo que primero es larva y se alimenta de desechos hasta convertirse en volador y merodear todo lo podrido. La bruja, como ellas, buscaba algo en mi casa.
Un viernes llegué de la escuela con ganas de abrazar a mi madre, pero la voz chillona de la intrusa me desanimó. Saludé fríamente, almorcé en silencio y me refugié en mi cuarto. El señor Vargas me acompañó en un sueño turbulento. Una manada de moscas invadió mi casa, formando un cerco negro alrededor de mi padre. Quise salvarlo, pero sus cuerpos viscosos destilaban una baba espesa y verde. Grité horrorizada. Me lancé al vacío sin saber si quería salvarlo o morir con él. Y entonces, su voz me llamó: “Cuidado con las brujas…”.
Al despertar, supe que la bruja lo había descubierto todo. Sintió mi desconfianza y contraatacó: envenenó a mi madre con la idea de meterme en un internado. Pero su primer intento fracasó. Yo era paciente. Aprendí a ignorarla, dejé de interesarme en su juego.
Pasaron los años, mi infancia se desdibujó. Un viernes, mientras bebía jugo de mora con leche, vi a la mosca posarse en el borde del vaso. Se asomó, probó el dulce líquido y volvió a alzar el vuelo. Intentó de nuevo, pero sus patas se hundieron en la espesura pegajosa. Se agitó, desesperada, atrapada en su propio festín. Mi padre intentó espantarla, pero ya era tarde.
No pude ocultar mi carcajada interior. La mosca estaba muerta.
Aquella noche dormí en paz. Desperté con un escándalo en la calle. Me asomé a la ventana y la vi: la bruja gritaba mientras un camión de trasteo se llevaba sus pertenencias.
—¡No, no, no se los lleven! ¡Vamos a pagar!— sollozaba desde el balcón.
Le embargaron la casa. Su esposo estaba lleno de deudas. No tenían a dónde ir.
Ya no era una niña, y podía reírme de mis antiguas ideas. Pero a veces, en noches de insomnio, me preguntaba si la mosca realmente era ella. Si quería a mi padre. Si se ahogó en el jugo de mora. Y lo más inquietante: si las brujas, como las moscas, siempre encuentran la forma de volver.
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